Lectura del santo evangelio según san Lucas (13,1-9):
En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.»
Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: «Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?» Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas.»»
Palabra del Señor
Sábado de la XXIX semana del Tiempo Ordinario. Año II.
La unidad a la que hemos sido llamados los cristianos se realiza en la diversidad que, de hecho, existe en toda comunidad cristiana. No se construye esa unidad eliminando las diferencias, sino integrándolas por la acción del Espíritu, es decir, poniéndolas al servicio del proyecto común, el designio de Dios.
El texto propuesto para hoy se refiere en concreto al:
1. Pasado fundacional de la Iglesia: la obra del Mesías (4,7-10).
2. Presente vital de la Iglesia: los dones del Mesías (4,11-13).
3. Futuro abierto de la Iglesia: maduración y crecimiento (4,14-16).
El v. 17 da comienzo a la exhortación a marcar la diferencia, pero puede servir como conclusión a esta declaración de la singularidad de la Iglesia.
Ef 4,7-17.
La unidad no se confunde con la uniformidad. La variedad enriquece la unidad y permite y exige el aporte de unos a otros, lo cual fortalece dicha unidad. Así la unidad resulta una construcción conjunta en la que cada miembro de la comunidad participa, porque cada uno tiene algo propio que aportar para la edificación común. De la unidad global de la comunidad pasa el autor ahora a la unidad como responsabilidad de cada miembro de la misma.
1. La obra del Mesías.
Cada bautizado ha recibido un don en la medida en que el Mesías se lo otorgó. Lo que sucede en el plano natural, que hace a cada uno un ser singular, ocurre también en la vida de fe: cada uno tiene su propia huella digital espiritual, única como él. Esto no se da en planos paralelos, es decir, con total independencia de lo natural con la vida espiritual, porque el orden de la creación y el orden de la nueva creación proceden del mismo designio divino. Los dones del Espíritu se manifiestan potenciando las predisposiciones naturales de las personas, inspirándolas en el amor cristiano y poniéndolas al servicio del designio de Dios en la Iglesia y en la historia humana.
El autor cita Sl 68/67,19: «Subiste a la cumbre llevando cautivos, recibiste como tributo hombres [o: «recibiste tributo de hombres»]…», y entiende esa subida como la resurrección o ascensión de Jesús. El salmo se refiere a la subida del Señor al Sinaí, pero el Tárgum de los salmos la entendía referida a la subida de Moisés al monte y a su regreso con la Ley como don. El autor modifica la segunda frase y escribe: «… dio dones a los hombres», y entiende el versículo como anuncio de la exaltación de Jesús y su identificación con Dios «para llenar el universo» (cf. Ef 1,23).
2. Los dones del Mesías.
La presencia del Mesías glorificado entre los suyos es nueva, a través del Espíritu, por medio de dones que capacitan a los consagrados para materializar el amor en servicio, construyendo un cuerpo, el cuerpo del Mesías, hasta lograr la unidad de todos, sin exclusiones; unidad que es fruto de la fe o adhesión a él y del conocimiento del Hijo de Dios como tal, es decir, de la experiencia de vivir como hijo de Dios siguiendo a Jesús para lograr la adultez cristiana, el desarrollo humano que corresponde al ser del Mesías, desarrollo que se da por la acción del Espíritu.
Sin ánimo exhaustivo, enumera cinco dones, todos ellos fruto de esa acción del Espíritu:
• apóstoles: tienen el carisma de fundar y educar comunidades de creyentes.
• profetas: transmiten mensajes en nombre del Señor a las comunidades.
• evangelistas: enviados como proclamadores itinerantes de la buena noticia.
• pastores: nombrados responsables del cuidado de las comunidades.
• maestros: encargados de proponer y explicar el mensaje de Jesús.
3. Maduración y crecimiento.
El resultado de la madurez es la liberación del infantilismo espiritual, que consiste en dejarse arrastrar por ideologías y doctrinas, siguiendo a hombres embusteros y sin escrúpulos, hábiles en el oficio de engañar. El cristiano maduro es claro y firme en sus convicciones. Su criterio de autenticidad es el amor salvador, que lo hace crecer hasta lograr la sintonía con la cabeza del cuerpo del cual es miembro, la Iglesia del Mesías. Del Mesías viene el crecimiento de la Iglesia como cuerpo. Eso significa que, en la medida en que el cristiano asume el amor/Espíritu como norma de vida, se identifica con Jesús Mesías, va construyendo la unidad y va creciendo como cuerpo, convirtiéndose en testimonio de la nueva humanidad.
La unidad cristiana se construye con la diversidad, y esta es fruto del don multiforme del Mesías, el Espíritu Santo. El Espíritu nos hace diversos y, a la vez, nos une. Esto significa que en la diversidad es germen de unidad, no de división ni de rivalidad. La insistencia en la uniformidad, o la resistencia a la diversidad, es rebeldía contra el Espíritu. La discriminación y la exclusión son contrarias a la acción del Espíritu, y, por tanto, no construyen la Iglesia ni la sociedad humana.
Celebrar la eucaristía, comer del mismo pan, compromete a ser un solo cuerpo. Comulgar con el Señor es empeñarse en realizar «el secreto del Mesías» para bien de la sociedad humana. La asamblea eucarística es profecía de la nueva humanidad.
Feliz sábado en compañía de María, la madre del Señor.
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