Lectura del santo evangelio según san Mateo (7,15-20):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis.
Palabra del Señor
Luego del secuestro y del posterior rescate de Lot, hechos en los cuales Abram desempeñó un papel protagónico entre reyes, tuvo este un encuentro con Melquisedec, «rey de Salén (שָׁלֵם: Jerusalén) sacerdote de Dios Altísimo (אֵל עֶלְיוֹן: nombre universal de Dios)». El sacerdote le sacó pan y vino, invocó la bendición de Abram por parte del Dios Altísimo, «creador de cielo y tierra», y declaró la bendición de Dios Altísimo por parte de Abram, y este le dio el diezmo del botín. La bendición de Dios consiste en el éxito dado a Abram; la de este, en la acción de gracias a Dios (14,18-20: inserción que rompe la narración). Después, Abram dio muestras de generosidad al rehusarse ante el rey de Sodoma a aceptar parte alguna del botín, al mismo tiempo que reivindicó el derecho que tenían sus aliados (14,21-24). Texto omitido (14,1-24).
Este capítulo 15 parece resumir tradiciones en las que se recogen las promesas del Señor a Abram (la descendencia, la tierra y la alianza). Hay continuidad en los temas y diversidad en el enfoque. El texto omitido por el leccionario (vv. 13-16) es un anuncio de la futura opresión en Egipto, y clara sugerencia de que el Señor conoce que lo está por venir, y por eso sabe de lo que habla al asegurarle su fidelidad a Abram en el cumplimiento de sus promesas.
Gen 15,1-12.17-18.
Después de los acontecimientos narrados en el capítulo anterior, «la palabra del Señor se dirigió a Abram…». Esta expresión asigna a Abram el carácter de profeta (cf. 2Cro 17,2; Jer 14,1; 46,1; 47,1; 49,34; Eze 1,3; Dan 9,2; Zac 1,1.7; 7,1); el Señor se dirige a él como lo hará posteriormente a los profetas. Y lo hace «…en una visión» (מָחֲזֶה), que es como un tragaluz, o una ventana para asomarse (מֶחֱזָה: 1Rey 7,4.5) a la intimidad de Dios (cf. Num 24,16). Cuando no hay palabra del Señor, tampoco hay auténtica visión (cf. Eze 13,7). El Señor se vale ahora un lenguaje militar, acorde con el tema del capítulo anterior, para asegurarle a Abram su protección y para disipar sus temores («no temas, Abram, yo soy tu escudo (מָגַן) y tu paga (שֶֹכֶר) será abundante»).
A pesar de todas las bendiciones que ha recibido, y muy a pesar de que experimenta la protección del Señor, Abram siente que todos esos dones valen poco si él no tiene un «heredero» (יוֹרֵשׁ: uno que vierta lágrimas en su tumba) que le garantice la prolongación de su nombre. La promesa de la descendencia y del renombre («haré de ti un gran pueblo… haré famoso tu nombre»: Gen 12,2) no se ha cumplido. Su esterilidad lo agobia, y le recuerda a Dios la promesa de darle una descendencia incontable como los granos del polvo de la tierra (cf. Gen 13,18), pero la realidad es que no tiene un solo descendiente («me marcho sin hijo»), y piensa en el sombrío porvenir de su herencia («Eliezer de Damasco será el amo de mi casa… un criado mi de casa me heredará»). Si no hay heredero, la herencia, como tal, pierde sentido (cf. Sal 49,11; 127; Sir 30,1-6).
El Señor precisa la promesa: Abram tendrá un hijo que le herede. Y no solo un descendiente, sino una numerosa descendencia, tan incontable como «las estrellas» del cielo. Esta promesa sobrepasa toda expectativa humana, pero Abram responde con una confianza absoluta («Abram creyó al Señor»). Se fía del Señor que le promete algo humanamente irrealizable, por eso su fe es, ante el Señor, su justicia, su derecho, su haber. Pero no solo se fía, sino que también confía, en el Señor y en su palabra como quien encuentra apoyo cierto y seguro. La fe afirma la verdad, la fidelidad y la firmeza del Señor, y se apoya en la escucha que asiente. El Señor se identifica como autor del «éxodo» de Abram desde Ur de Caldea hasta la tierra que le prometió. Abraham ya no pregunta por la descendencia, porque ya le creyó, ahora pregunta por el modo como va a poseer la tierra. La respuesta de Dios será con hechos y palabras.
Viene el pacto, con un ritual de alianza. Abram sigue las instrucciones del Señor, consciente de lo que va a suceder, aunque no sepa cómo. Lo primero que capta es que el pacto tendrá estorbo, «los buitres», aves carroñeras, de mal augurio, presagio de muerte, pero él resguardó el pacto. Percibió la presencia del Señor en el misterio, y conoció anticipadamente («sueño profundo… terror intenso y oscuro») las desventuras de sus herederos, pero también la protección del Señor sobre ellos. Cuando se celebraba un pacto, se partían en dos uno o varios animales, y cada uno de los pactantes transitaba por entre las mitades, colocadas una frente a la otra, invocando sobre sí la suerte de los animales descuartizados en caso de llegar a quebrantar la palabra empeñada. Pero aquí, tras el anuncio del futuro (vv. 13-16, omitidos), solo el Señor pasará entre las mitades de los animales y se comprometerá, en un pacto unilateral, a cumplirle dicha promesa a Abram.
En el antiguo oriente, un señor y un vasallo pactaban habitualmente una alianza por una promesa de protección –de parte del señor– y un juramento, a menudo acompañado de una imprecación –de parte del vasallo– y por una comida que compartían los contrayentes del pacto. En este caso, la imprecación está sobreentendida en el despedazamiento de los animales, que simboliza la pena del vasallo en caso de incumplimiento (cf. Jer 34,18-19). El Señor es Dios, el vasallo es Abram. Sin embargo, quien se compromete con juramento a sostener su promesa es el Señor. Este pacto tiene una gran solemnidad. Es como si Dios hubiera dicho: «que me muera yo si no te cumplo esta promesa».
La fe de Abram se vuelve paradigma de toda fe. Él se fía del Señor cuando este le promete lo humanamente impensable. Abram se habría contentado con menos: un descendiente, pero el Señor desbordó sus expectativas y lo condujo al límite de la posibilidad. La naturalidad de su acto de fe se expresa en la forma sintética como se narra. La fe de Abram se sitúa entre la generosa promesa del Señor («así será tu descendencia») y su reacción ante la total confianza de Abram («se le apuntó en su haber»). La promesa el Señor manifiesta su magnanimidad, la fe de Abram descubre hasta dónde puede llegar el hombre, y la recompensa del Señor deja claro hasta dónde puede llegar la alianza de Dios con la humanidad.
Lo que a todas luces es imposible (que Dios muera) se realizó en la persona de Jesús, el Hijo de Dios, pero no por haber faltado Dios a su promesa, sino precisamente para que esta tuviera su cumplimiento. Por la muerte de Jesús en la cruz, recibimos el Espíritu, la promesa del Padre.
Eso es lo que se nos revela en la persona de Jesús, «el que inició y consumó la fe» (Hb 12,2) de la nueva y definitiva alianza. El hombre que se fía de la promesa del Padre manifestada en el Hijo, al recibir esa promesa (el Espíritu), se supera a sí mismo y hereda la condición divina. De eso tenemos una prenda en la eucaristía que celebramos y recibimos en comunión.
Feliz miércoles.
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