La Palabra del día y la reflexión del padre Adalberto-miércoles

Angeles

(Contenido facilitado por www.diocesisdesincelejo.org)

Miércoles de la IV semana del Tiempo Ordinario. Año I

San Pablo Miki y compañeros, mártires. Memoria obligatoria. Color rojo

PRIMERA LECTURA

Dios corrige al que ama.

Lectura de la carta a los Hebreos    12, 4-7. 11-15

Hermanos:

En la lucha contra el pecado, ustedes no han resistido todavía hasta derramar su sangre. Ustedes se han olvidado de la exhortación que Dios les dirige como a hijos suyos:

“Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, y cuando te reprenda, no te desalientes.

Porque el Señor corrige al que ama y castiga a todo aquel que recibe por hijo».

Si ustedes tienen que sufrir es para su corrección; porque Dios los trata como a hijos, y ¿hay algún hijo que no sea corregido por su padre?

Es verdad que toda corrección, en el momento de recibirla, es motivo de tristeza y no de alegría; pero más tarde, produce frutos de paz y de justicia en los que han sido adiestrados por ella. Por eso, “que recobren su vigor las manos que desfallecen y las rodillas que flaquean. Y ustedes, avancen por un camino llano”, para que el rengo no caiga, sino que se sane.

Busquen la paz con todos y la santificación, porque sin ella nadie verá al Señor. Estén atentos para que nadie sea privado de la gracia de Dios, y para no brote ninguna raíz venenosa capaz de perturbar y contaminar a la comunidad.

SALMO RESPONSORIAL    102, 1-2. 13-14. 17-18a

R/. El amor del Señor permanece para siempre.

Bendice al Señor, alma mía, que todo mi ser bendiga a su santo Nombre; bendice al Señor, alma mía, y nunca olvides sus beneficios.

Como un padre es cariñoso con sus hijos, así es cariñoso el Señor con sus fieles; Él conoce de qué estamos hechos, sabe muy bien que no somos más que polvo.

Pero el amor del Señor permanece para siempre, y su justicia llega hasta los hijos y los nietos de los que lo temen y observan su Alianza.EVANGELIO

ACLAMACIÓN AL EVANGELIO     Jn 10, 27

Aleluya.

“Mis ovejas escuchan mi voz, Yo las conozco y ellas me siguen”, dice el Señor.

Aleluya.

EVANGELIO

Un profeta es despreciado solamente en su pueblo.

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos        6, 1-6

Jesús se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: “¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?” Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo.

Por eso les dijo: “Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa”. Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de sanar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y Él se asombraba de su falta de fe.

Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.


La reflexión del padre Adalberto
 
Miércoles de la IV semana del Tiempo Ordinario. Año I.
 
Se retoma el v. 4, con el cual terminó la lectura del día anterior, que cambia de las imágenes de la carrera y la «via crucis» a la imagen del pugilato o combate. Ambas, la imagen de la carrera y la del combate, aparecen asociadas en el pensamiento de Pablo, como se pudo apreciar en la introducción del comentario de ayer. En términos prácticos, bastaría que la lectura del lunes IV llegara solo hasta el v. 3, ya que la imagen del combate viene a desarrollarse a partir del v. 4, y, por cierto, de manera muy original, porque el autor seculariza el combate espiritual sacándolo del ámbito mítico para llevarlo al plano histórico, y mostrando en la historia la acción educadora de Dios respecto de sus hijos. Así la semejanza de Jesús con sus discípulos queda más clara.
 
Sin embargo, la explicación de la paternidad de Dios solo es diáfana en Jesús; todo otro hombre apelará a su experiencia, y esta estará condicionada por su cultura. El autor de este sermón es un cristiano de cultura judía, y esta condición pesa en él a la hora de explicar la paternidad de Dios, como se puede constatar en este texto, sobre todo en el fragmento omitido (cf. Heb 12,8-10).
 
Heb 12,4-7.11-15.
Puesto que se trata de fijar la mirada en Jesús y mantener el pensamiento centrado en su persona, su obra y su mensaje, es necesario llegar hasta donde llegó él: «hasta la sangre» en la lucha contra el pecado. O sea, la lucha contra la injusticia que aflige a la humanidad es de por vida, no por un rato; es un combate «a muerte», y esto no podemos perderlo de vista, porque significaría desviar la mirada de Jesús, «que soportó tanta oposición de parte de los pecadores». Esta afirmación del autor muestra la complejidad de lo que en la Biblia se denomina «pecado». No se trata de mera imperfección moral, sino de la injusticia que se incrusta en las relaciones interpersonales y en las relaciones de convivencia social, injusticia que merma la calidad de vida de quien la comete.
 
Y aquí es donde se constata la novedad del enfoque. En primer lugar, presenta a Dios como un padre que educa a sus hijos, realidad accesible a toda cultura. El concepto de educación paterna depende del concepto de amor paterno. El padre que educa a su hijo lo hace porque lo ama. El amor parental se expresa de forma específica: el materno es de acogida y aceptación; el paterno, de estímulo y exigencia. El padre manifiesta su amor al hijo enseñándole lo que él sabe y hace (cf. Pv 4,1-4). Por eso, Dios perfecciona a su hijo haciéndolo pasar por la prueba de la fidelidad a despecho del sufrimiento (cf. Hb 2,10), para que pueda así liberar y salvar a los otros y conducir muchos hijos a la gloria (cf. Hb 2,14-18). Esto significa que las dificultades de la existencia, que ponen a prueba el amor, educan al hijo en el combate contra el pecado.
El autor utiliza el lenguaje arcaico de «castigo» para asociarlo así con la disciplina que los padres humanos inculcan a sus hijos haciendo uso de la amonestación, la reprensión o el castigo físico, y así –desde sus usos culturales– ilustra el amor paternal de Dios. El término «castigo» está aquí en función del concepto de «disciplina» (derivado del verbo «discipular»: hacer discípulo). En la cultura hebrea, el «hijo» aprende de su «padre», es discípulo suyo. Y el padre educa enseñando, corrigiendo y reprochando. Así le muestra su amor paternal (cita Pv 3,11-12 LXX).
 
La analogía que el autor usa consiste en afirmar que «la oposición por parte de los pecadores», o sea, «la cruz» (rechazo social) y «la ignominia» (demérito personal), que concretan la resistencia a los cristianos, constituyen medios de los cuales Dios se vale para perfeccionar a sus hijos en el amor, a semejanza de la forma como perfeccionó al Hijo (cf. Heb 2,10-12). Y esto, lejos de ser interpretado como desdén de su parte, es prueba de su amor de legítimo Padre.
 
Por eso, en una digresión que el leccionario omite (vv. 8-10), establece esa relación entre el amor paternal humano y el amor paternal de Dios, al tiempo que diferencia el uno del otro. Los padres carnales fueron considerados y acatados como educadores; con mayor razón, aceptamos como tal «al Padre de nuestro espíritu para tener vida». Los padres carnales nos educaban «según sus luces» para ser como ellos; Dios, en cambio, para que participemos de su santidad.
 
El aspecto disfórico de la fe (la «via crucis») no es, ciertamente, agradable, pero afianza la fe y, a la larga, produce «un fruto apacible de honradez (justicia)». Las luchas que los creyentes libran en la historia concretan el «combate contra el pecado», que es la injusticia en sus dos modalidades: individual (pecado personal) y social (pecado del «mundo»). De ahí la exhortación a proseguir animosamente el nuevo éxodo (cita a Is 35,3, que habla del retorno del exilio) haciendo referencia a brazos, piernas (rodillas) y pies (adición a Is 53,3). El brazo es símbolo de la actividad, la pierna (rodilla), lo es de la firmeza al caminar, y el pie del camino que se sigue. La idea de conjunto parece ser: actuar decididamente con rectitud. El objetivo es claro: «para que la pierna coja no se disloque, sino que sane», es decir, para que los desanimados no desanden el camino emprendido, sino que prosigan el éxodo comenzado (cf. Hb 3,12-4,3).
 
El combate cristiano contra el pecado consiste en la lucha interior contra la propia injusticia, ejerciendo en nuestras vidas el señorío de Jesús por el don de su Espíritu Santo, que nos hace dueños de nosotros mismos. Y consiste también en la ruptura exterior con el orden injusto, para evitar la complicidad con él y para denunciar sus mentiras y sus obras perversas, ejerciendo así el señorío de Jesucristo resucitado en la historia de la humanidad. Este combate de doble faz es de por vida y «hasta la sangre», es decir, hasta la muerte, incluso violenta, si llegare el caso.
 
En ese combate aprendemos del Hijo a ser hijos, y, por consiguiente, a ser como el Padre. Este aprendizaje no es siempre agradable y placentero, porque es exigente, pero, como es estimulante, nos conduce a la satisfacción de crecer y de llegar a ser lo que estamos destinados a ser por el bautismo: hijos de Dios. Nos mueve la moral del poder ser, no la moral del deber ser. Es decir, nos mueve el Espíritu Santo del Padre y del Hijo, no la Ley. Por eso, en la eucaristía nos estimula la entrega del «cuerpo» (la persona) de Jesús hasta derramar su «sangre» (entregar su Espíritu) para garantizar la continuidad de su obra.
Feliz miércoles.

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