Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,35-43):
Cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron:
«Pasa Jesús el Nazareno».
Entonces empezó a gritar:
«¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!».
Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte:
«Hijo de David, ten compasión de mí!».
Jesús se paró y mandó que se lo trajeran.
Cuando estuvo cerca, le preguntó:
«¿Qué quieres que haga por ti?».
Él dijo:
«Señor, que recobre la vista».
Jesús le dijo:
«Recobra la vista, tu fe te ha salvado».
Y enseguida recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios.
Palabra del Señor
Lunes de la XXXIII semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Aunque el libro del Apocalipsis (Ἀποκάλυψις: «revelación») es único en el Nuevo Testamento, el género literario así llamado no es nuevo. Se propone revelar realidades del mundo trascendente mediante diversos símbolos (figuras míticas, cifras, visiones, audiciones, apariciones), recurre a la seudonimia, y especula con la finalidad de comunicar un saber oculto y reservado.
En cambio, el autor de este libro no usa pseudónimo, describe una experiencia sin extenderse en especulaciones, propone una profecía abierta, interpretación del tiempo presente, pero con validez universal; está destinado a la lectura pública y, sobre todo, se basa en el hecho histórico de la vida, muerte y resurrección de Jesús como clave para interpretar la historia. Consta de dos grandes partes (cf. Ap 1,19) en medio de un encabezamiento: prólogo (cf. Ap 1,1-3) y remitente, destinatarios y saludo (cf. 1,4-8)
• Encabezamiento protocolario (1,1-8)
• Lo que está sucediendo (1,9-3,22)
• Lo que va a suceder después (4,1-22,5)
• Epílogo (22,6-21)
Ap 1,1-4; 2,1-5a.
1. Introducción.
El libro es revelación de Jesús Mesías dada por Dios, transmitida por él «a su siervo Juan» y destinada a «sus siervos»», respecto de la historia futura («lo que tiene que suceder en breve»). Se trata de «siervos» del Mesías, es decir, profetas suyos, así como los antiguos se presentaban como «siervos del Señor (יהוה)». El mensaje contenido en este libro está avalado por Juan como garante o testigo tanto de la palabra de Dios como del testimonio de Jesús Mesías. Está destinado a la lectura pública, en asamblea y en voz alta. Su mensaje profético es alentador y esperanzador, porque proclama dichosos tanto al lector como a sus oyentes, con tal de que no solo se den por enterados, sino que le hagan caso. Su cumplimiento es inminente.
El remitente del libro se autodenomina Juan («el Señor ha mostrado su favor»), y los destinatarios son «las siete iglesias de la provincia de Asia». Como se verá después, el número 7 simboliza una totalidad heterogénea, así que estas iglesias las representan a todas en su diversidad.
El saludo es el habitual en las comunidades cristianas: «gracia»/favor (χάρις) y «paz» (εἰρήνη); les desea la experiencia personal y comunitaria del amor de Dios, pero describe a Dios con una perífrasis: «el que es y que era, y que viene», con una anomalía intencional (ἀπό con nominativo, cuando enseguida lo usa por dos veces correctamente con genitivo), anomalía con la cual indica que parafrasea el nombre de Dios (cf. Ex 3,14) y lo presenta involucrado en la historia humana. También el saludo es de parte (ἀπό) del Espíritu, al cual describe con una circunlocución («los siete espíritus de Dios»), para expresar su totalidad o plenitud y, al mismo tiempo, la pluralidad de su actividad en los profetas inspirados por él. Finalmente (omitido por el leccionario), el saludo viene también «de parte (ἀπό) de Jesús Mesías», a quien designa con tres títulos: «el testigo fidedigno, el primogénito de entre los muertos y el soberano de los reyes de la tierra».
En este punto, la asamblea responde con una alabanza a Jesús Mesías, y lo describe por su relación con él: «el que nos ama, con su sangre nos rescató de nuestros pecados, y nos hizo linaje real y sacerdotes para su Dios y Padre»: la doxología le tributa gloria y poder eternos.
2. Carta a la Iglesia de Éfeso.
Jesús se dirige a las iglesias. Evalúa la situación de cada una, corrige, anima, exhorta y promete, según el caso. Las iglesias son designadas de tres modos: «el ángel» y la «estrella» son la misma comunidad en cuanto mensajera divina y realidad de orden celeste; «el candelabro» es también la comunidad en cuanto a su misión terrestre (luz terrestre, transmisora del mensaje celeste).
Éfeso es la capital de la provincia de Asia; Jesús, el que tiene las siete estrellas («las siete iglesias»); al hablarles, él es el mensaje de Dios para ellas. La iglesia de Éfeso tiene como positivo su firmeza, su valentía y su constancia frente a los que se dejan arrastrar por el paganismo. Además, poner a prueba a los falsos apóstoles y desenmascararlos implica, más que claridad doctrinal, coherencia en la adhesión a Jesús. Esto se comprueba en el «aguante» con el que ha sufrido por la causa del Mesías y sin dejarse quebrantar por la prolongación del sufrimiento.
Pero tiene como negativo haber abandonado «el amor del principio». Este reproche implica que la vida de la comunidad no se reduce a una fidelidad pasiva (resistencia frente al sufrimiento) sin la alegría del amor experimentado y sin la dicha de comunicarlo en la misión. La fidelidad exige, sí, la firmeza ante el mal en todas sus formas, pero, sobre todo, el testimonio alegre del amor de Dios vivido por la comunidad y ofrecido a la humanidad con alegría.
La invita a enmendar su conducta y a recuperar lo perdido, o dejará de ser iglesia suya. Tiene a su favor que no ha contemporizado con «los nicolaítas», prácticas que el Señor reprueba. No hay aún datos sobre este grupo.
Este mensaje profético se convierte en universal («quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las iglesias») y se urge con cuna promesa («al que salga vencedor le daré a comer del árbol de la vida que está en el jardín de Dios»). La exigencia de amor en el aguante tiene una recompensa de vida eterna en el paraíso.
A veces las personas y las comunidades observan una fidelidad rutinaria, porque carecen de la alegría que caracterizó «el amor primero». Hay firmeza, estabilidad y hasta valentía para rechazar las desviaciones, pero falta la experiencia de felicidad que debe ser característica del que se siente amado por Dios y ama como él. Es un cristianismo al que le falta el entusiasmo de la fe, la dicha de la vida nueva, el gozo del Espíritu. Les sucede como a esos matrimonios que dejan que la relación de pareja se les vuelva insípida, sin novedad, sin ilusión, sin gratas sorpresas. Es como lo que acontecía en las bodas de Caná: faltaba el vino del amor (cf. Jn 2,3). Se trata de una vida cristiana vivida en clave de «deber hacer», y no de «poder ser», de libertad para realizarse. Eso es volver a la ley y abandonar el Espíritu. Hay que corregir eso. La exhortación invita a enmendar (μετανοέω) esa situación.
Dios no nos llamó a la vida cristiana para tenernos sometidos, sino para que vivamos libres y felices. Así es la experiencia cristiana original, y allí donde eso se ha perdido hay que recuperarlo. Comenzando por la celebración de la eucaristía. No se trata de llenar el vacío de amor con cierto estrépito musical o con acciones recreativas; la falta de vino no se suple con agua. El vacío de amor no lo colma la Ley, se necesita la nueva relación basada en el Espíritu (vino) de Jesús.
Feliz lunes.
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