Evangelio de hoy
Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Palabra del Señor
La reflexión del padre Adalberto
XXX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.
Jesús sigue dirigiéndose a sus discípulos y tratando de neutralizar el influjo que sobre ellos ejercen los fariseos. Así como antes había contrastado dos maneras de orar, la de Juan Bautista y la suya (11,1-5), ahora vuelve a contrastarlas con otros dos actores: un religioso fariseo y un despreciado recaudador de impuestos, ambos amigos del dinero.
La oración depende de la representación que uno se haga de Dios. Por eso, podemos ver en esta parábola dos distintas concepciones de Dios, la del fariseo y la del recaudador. La parábola es continuación de la anterior, la de la viuda. En aquella, Jesús inculcó la perseverancia; en esta, la autenticidad. La razón de ser de la parábola es la actitud de quienes están convencidos de tener tan buena relación con Dios que, por eso, se sienten con derecho a despreciar a los demás. Esta parábola se refiere a algo que se desarrolla en el templo y en un ambiente de oración, datos que acentúan la intimidad de la relación del hombre con Dios.
Lc 18,9-14.
Las concepciones de Dios que se desprenden de estas dos formas de orar rebasan las figuras del fariseo y del recaudador. De hecho, por carecer de nombre propio, se convierten en personajes representativos, cada uno con su particular visión de Dios. Con todo y ser ambos aficionados al dinero, sus respectivas maneras de representarse a Dios son divergentes.
1. La oración del fariseo.
Este personaje parte de la suposición de que Dios es como él se lo imagina, y que existe buena relación entre él y Dios. Como se imagina que Dios desprecia al pecador, el fariseo se considera autorizado por él para hacer otro tanto. Su postura corporal es indicativa: ora erguido, seguro de sí mismo. Su complacida acción de gracias muestra el elevado concepto que tiene de sí mismo: él es diferente, tanto de «los demás hombres», es decir, de los paganos, como de «ese recaudador», que es un ejemplo de israelita indigno. Se distingue de «los demás hombres» de dos maneras: por un lado, no roba, no comete injusticia, ni es adúltero; por el otro, él no es un israelita renegado «como ese recaudador», al que se refiere con evidente desdén. Por eso, enseguida, pasa a describir su conducta como israelita ejemplar: su ayuno los martes y los jueves –se privaban hasta de beber agua– y su escrupuloso pago del diezmo –aunque pasaban por alto «la justicia y el amor de Dios» (Lc 11,42)–; en ambas prácticas cifra su seguridad. No manifiesta necesitar de Dios, por eso no pide; pero sí hace alarde de las prácticas piadosas de su grupo (cf. 5,33).
El Dios al cual ora el fariseo es el de la religión de las minuciosas prácticas, el que discrimina y excluye de su trato a ciertos seres humanos, el que busca adoradores piadosos y cumplidores. Pero, en definitiva, un Dios que no hace falta. El fariseo muestra como un logro exclusivamente suyo todo lo que es y todo lo que hace; nada le debe a Dios. Parecería que es Dios quien le debe a él –por lo menos– un aplauso.
2. La oración del recaudador.
Él parte de la suposición de que su relación con Dios no es buena, pero no por falta de prácticas religiosas, sino porque se identifica como «el pecador» (cf. Sal 51,3) típico, porque ha cometido injusticias en contra de sus semejantes. Por eso se siente alejado de Dios y se mantiene a distancia, porque sus acciones no son justas. A eso se debe que no se atreva a «levantar los ojos al cielo», porque siente una gran vergüenza a causa de la prioridad que le ha dado al dinero por encima de las personas, que era su gran pecado como recaudador. Pero se muestra claramente arrepentido, y lo expresa golpeándose el pecho, admitiendo su culpa y como tratando de reprocharse el daño que ha causado. Pero, sobre todo, manifiesta una gran necesidad de que Dios se compadezca de él, que mire su miseria y le ayude. Él se reconoce pecador y nada alega en su defensa ni tampoco aduce práctica alguna para merecer y justificarse; simplemente, se confía a la compasión de Dios.
El Dios al cual ora el recaudador es el del amor compasivo, tanto para las víctimas como para sus victimarios. Él sabe que Dios reprueba su mala conducta contra los demás, el daño que ha hecho dejándose llevar por el amor al dinero, pero sabe que Dios lo puede perdonar y ayudarlo a vivir honradamente y a convivir en la justicia con quienes hasta el presente ha perjudicado.
La figura del fariseo y la del juez injusto se corresponden como las del recaudador y la viuda. El juez injusto se sentía seguro de sí mismo y facultado para despreciar a la viuda, como el fariseo se siente superior y desdeña al recaudador. Algo semejante ocurrió con el rico y el pobre Lázaro, y con el hermano mayor y el menor en la parábola del padre y los dos hijos. La relación con Dios depende de la relación con los demás; pero, cuando se tiene una falsa representación de Dios, la relación con los demás es inequitativa e injusta, y esto impide la relación armoniosa con Dios.
Jesús concluye la parábola con una seria advertencia: hay oraciones que no logran su objetivo, y eso se debe a que esas oraciones se dirigen a una divinidad inexistente, que estratifica las personas y a unas las hace objeto de desprecio. Solo logran su objetivo las oraciones que se dirigen al Dios que valora la dignidad de todas las personas y hace valer por igual el derecho de todas ellas.
Jesús no es neutral. Aprueba la visión de Dios que tiene el recaudador y desaprueba la del fariseo. La oración que construye la buena relación con Dios es la que lleva a rectificar la relación con el prójimo, para dejar de hacer el mal y aprender a hacer el bien. La oración autocomplaciente es vacía. Quien se desentiende de los demás en su oración, sencillamente, no ora, no se comunica con Dios, se engaña a sí mismo.
Pero, además, esa oración autocomplaciente es resultado del orgullo, de sentirse superior a los demás, de creerse con derecho a menospreciar y a excluir a los otros, supuestamente porque son «pecadores» y no-practicantes. Esa oración es propia de quien se ha encerrado en sí mismo y se hace impenetrable a la gracia de Dios. En cambio, la oración del insatisfecho de sí mismo, que se reconoce pecador y está dispuesto a cambiar, esa sí obtiene el favor compasivo y generoso de Dios. Así fue la oración del recaudador de impuestos.
Al congregarnos en nuestras asambleas dominicales, comencemos reconociendo con sinceridad que somos pecadores, dejémonos transformar por el Espíritu Santo, y regresemos dispuestos a convivir mejor con los demás. Eso nos dará la garantía de que vamos con el Señor.
Feliz día del Señor.
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