Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,8-12):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios. Y si uno me reniega ante los hombres, lo renegarán a él ante los ángeles de Dios. Al que hable contra el Hijo del hombre se le podrá perdonar, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará. Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir.»
Palabra del Señor
Sábado de la XXVIII semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Las cartas auténticas de Pablo comienzan siempre con una bendición (acción de gracias) por las comunidades destinatarias de las mismas. En Ef esta bendición se difiere hasta ahora, porque el autor parece no conocer a los destinatarios (1,15-16). A la acción de gracias le sigue la súplica por ellos (1,17-19), que le da pie para reiterar los motivos de la acción de gracias y para declarar los fundamentos de la esperanza que anima a toda la Iglesia (1,20-23).
Es posible, así mismo, advertir en este fragmento dos referentes: el primero, la comunidad desde el punto de vista del autor; el segundo, la persona del Mesías anunciado por la buena noticia. En relación con la comunidad, el autor se refiere a las noticias que ha recibido de la misma y expresa el contenido de las incesantes oraciones que hace por ella. En relación con el Mesías, se refiere, sobre todo, a su muerte violenta («sangre»: v. 7) y a su reivindicación: su resurrección y exaltación por parte de Dios, quien le confirió el «nombre» supremo, el de Dios mismo.
Ef 1,15-23.
En este texto el autor –al concluir la acción de gracias que abre la carta– comienza a entrar en materia. Apreciamos tres partes:
1. Bendición por los destinatarios.
El autor, después de darse por enterado, da gracias a Dios porque los destinatarios ostentan los dos elementos básicos de toda auténtica comunidad cristiana:
• la fe en el Señor Jesús (adhesión a él tras escuchar la buena noticia).
• el amor a todos los «santos» (los consagrados por el Espíritu).
El hecho de que diga que fue enterado de esos dos motivos de su acción de gracias, además de que da a entender que ellos no lo conocían (cf. 3,2), hace sospechar que el autor no los conocía personalmente, sino solo de oídas.
Esta bendición o acción de gracias va pareja con la intercesión que él hace por ellos.
2. Súplica por los destinatarios.
Dicha intercesión la dirige al «Padre de la gloria» y tiene un amplio contenido:
• Que, junto con el conocimiento (experiencia) que tienen de él, les dé el saber y la revelación interior que les permita conocerlo verdaderamente.
• Que los ilumine interiormente («ilumine los ojos de su corazón»: cf. Sl 13,4; 19,9) para que comprendan la esperanza a la que los ha llamado.
• Que comprendan también el tesoro que significa la herencia de gloria que tiene destinada a sus «consagrados», expresión que aquí puede aludir a la comunidad celeste.
• Que comprendan, así mismo, su extraordinaria potencia de vida desplegada por él a favor de los creyentes, conforme a la eficacia de esa poderosa fuerza de vida.
En definitiva, pide que la experiencia de Dios les aclare interiormente la esperanza que tienen: la herencia de la gloria, que es un potente derroche de fuerza de vida por medio del Espíritu que los hace «santos» (consagrados), partícipes de su ser divino.
3. Bases de la esperanza cristiana.
Esa eficaz fuerza de potente vida la desplegó primeramente en el Mesías Jesús, resucitándolo y exaltándolo a su misma dignidad («a su derecha en el cielo»). Esta fuerza de vida es superior a las potencias de muerte que hay en el mundo. Tales potencias cósmicas fueron subordinadas al señorío del Mesías (cf. Col 1,16; 2,10) y despojadas por él de su dominio sobre los hombres (cf. Col 2,15), porque implican rebeldía a Dios, pecado y esclavitud (cf. Ef 2,2-3; 6,12). Y no solo las de la época, sino las de todos los tiempos futuros. Efectivamente, el Mesías es el Hombre por excelencia, «el Hijo del Hombre», quien realiza el ideal humano diseñado por el Creador, el ser humano al cual Dios «todo lo sometió bajo sus pies» (Sl 8,7). Él es la cabeza de la Iglesia, que es complemento suyo, y él llena totalmente el universo. Por consiguiente, la Iglesia participa (como cuerpo del Mesías) de ese señorío que es superior a los poderes fácticos que se establecen en el mundo por encima de las libertades y los derechos de las personas y las sociedades.
La fe y el amor dotan a la Iglesia de una capacidad que ella necesita descubrir en la oración. Esa capacidad se afianza en dos realidades: la esperanza de la herencia que el Padre le ha asignado, y la potente fuerza de vida que el Padre manifestó cuando resucitó y glorificó a Jesús. Las potencias de muerte de la época se confabularon en su contra, unas basadas en su propia ley («pax romana») y las otras atrincheradas en una Ley que llamaban «de Dios» (autoridades judías). La crucifixión de Jesús confirmó que eran potencias de muerte; su resurrección y su glorificación reafirmaron que Dios estaba de parte del condenado y que no legitimaba ni respaldaba tales poderes asesinos. Y ahora la Iglesia puede adelantar la obra del Mesías con la confianza de que llegará a la misma gloria en la que Dios «sentó» (estableció para siempre) al Mesías.
Resultaría ridículo el temor supersticioso de los cristianos a los poderes de este mundo, teniendo en cuenta esa capacidad de la Iglesia. Pero, si la Iglesia desconoce la capacidad que tiene para subyugar las potencias de muerte, ese temor puede vencer sin resistencia a los cristianos. Por eso es necesario experimentar la comunicación de vida que Jesús infunde en la eucaristía, y dejarse llevar por esa fuerza de vida, que es el Espíritu Santo. Entonces la misión podrá ser cumplida.
Feliz sábado en compañía de María, la madre del Señor.
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