Lectura del santo evangelio según san Lucas (10, 38-42):
En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano.»
Pero el Señor le contestó: «Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán.»
Palabra del Señor
Martes de la XXVII semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Como los que desacreditan a Pablo dicen que él no es apóstol (enviado de Dios), él dedica la primera parte de su carta (1,11-2,21) a reivindicar su condición de apóstol y el carácter divino de su mensaje. En el fragmento que hoy se lee (del cual forman parte los vv. 11-12, leídos ayer), se centra, ante todo, en que su mensaje es de origen divino y no humano. Si el mensaje es de Dios, el mensajero, obviamente, es enviado suyo.
Ga 1,13-24.
Primero afirmó que el mensaje que transmite ni es invento suyo ni de otro hombre, ya que no ha sido instruido por hombre alguno. Su mensaje fue revelación directa de Jesús como Mesías (vv. 11-12). Por eso, lejos de adaptarse a las inclinaciones del hombre, le imprime a su existencia una nueva orientación. La revelación directa que Pablo recibió tiene por autor a Jesús crucificado que se le manifestó como resucitado, a ella estaba destinado por Dios.
Pero la forma como desarrolla este tema es aun más importante, porque no comienza alegando credenciales humanas, sino recordando, en descrédito suyo, su pasado como perseguidor de la Iglesia de Dios. Su experiencia en el judaísmo fariseo no lo preparó para recibir al Mesías, sino más bien para rechazarlo, ya que lo había vuelto un fanático de las tradiciones de sus mayores. Él escaló posiciones en el judaísmo dejando rezagados a la mayoría de sus coetáneos y paisanos por sus demostraciones de celo desbordado en favor de esas tradiciones.
Y entonces es cuando viene la experiencia del amor misericordioso de Dios, que lo escogió desde antes de que naciera; por puro amor lo llamó y le reveló a su Hijo para que él, a su vez, se los anunciara a los paganos. De un plumazo sintetiza esa experiencia de amor gratuito que, al mismo tiempo, aparece ligada a sus orígenes («el vientre de mi madre»), lo separa de su religión de origen («las tradiciones de mis mayores») y lo lanza a un mundo hasta entonces por él considerado como hostil, profano y vedado, el mundo pagano. Pablo narra su vocación en el trasfondo de las del profeta Jeremías, contradictor de su propio pueblo (cf. 1,5), y del Siervo sufriente (cf. Is 49,1), misionero universal. Esta vocación entraña la experiencia del amor universal de Dios, que él ya había experimentado gratuito, y la superación de la Ley mosaica. La revelación no consiste en la comunicación de una doctrina, sino en el desvelamiento de «su Hijo», es decir, Dios le hizo ver que Jesús es «su Hijo», con la carga que este término tiene en la cultura hebrea: el que se parece a su padre en su ser y en su actividad. Y esta revelación no termina en él, sino que su finalidad es que Pablo lo dé a conocer a los paganos. Se trata de algo inaudito, a pesar de que podría tener un lejano antecedente en la vocación de Jonás. Pablo enfrentó la novedad de Dios.
Tras dicha experiencia, él no consultó ser humano alguno, y tampoco pidió el concepto de las autoridades de Jerusalén («los apóstoles anteriores a mí»), sino que se dedicó a cumplir su misión en territorio pagano (cf. Hch 9,19). Se conjetura que se dirigió al reino de los nabateos, al sur de Damasco, que en otro tiempo fueron amistosos con Judas Macabeo (cf. 1Mac 5,25). Pero, a fines del año 37, cuando los nabateos se apoderaron de Damasco, se piensa que él debió de huir (cf. 2Co 11,32-33), amenazado de muerte (cf. Hch 9,23-25), después de estar predicando durante un período que oscila entre 3 y 7 años, según los cálculos. Entonces subió a Jerusalén a visitar por quince días a Cefas (Κηφᾶς: nombre arameo de Pedro). Se trató de una visita entre amigos, no de un discípulo que va a recibir instrucción. En esa misma ocasión se encontró con Santiago, el pariente del Señor, a la sazón dirigente de la iglesia de Jerusalén.
De Jerusalén, Pablo se dirigió a las regiones de Siria y de Cilicia, en donde estaba Tarso, su ciudad natal (cf. Hch 22,3), en donde permanecerá varios años y a donde luego lo irá a buscar Bernabé para la misión entre los paganos (cf. Hch 11,25).
Pablo no era conocido en las comunidades de Judea, en donde residían los otros apóstoles, aunque ellas sí tenían noticias suyas, de su conversión y de su actividad evangelizadora, que eran vistas con gratitud a Dios, lo que implicaba el reconocimiento de que Dios actuaba en Pablo. Con esto prueba él que no debe su mensaje a hombre alguno, sino a revelación directa de Dios.
En un mundo tan poblado como el nuestro, las credenciales documentales tienen una cierta importancia para acreditar a las personas en cuanto a cargos y oficios de responsabilidad, ya que no es fácil conocer a todos. Pero de ahí a que se necesite mostrar documentos para demostrar la condición de cristiano y de apóstol, como si esta fuera una formalidad burocrática, hay un trecho grande. Los cristianos, y los ministros («apóstoles») nos debemos acreditar con la vida y con las obras. «Por sus frutos los conocerán» (Mt 7,20), nos enseñó Jesús.
Así también, la comunión con el Señor se demuestra no simplemente con el rito de la recepción del sacramento en la celebración eucarística, porque esta puede ser una acción engañosa. Es de público conocimiento que ha habido personas que fueron a recibir el sacramento para luego profanarlo. El gesto exterior no es lo que acredita la comunión con el Señor, sino el testimonio de obras y palabras.
Feliz martes.
Comentarios en Facebook