El camión amarillo cargado con siete féretros se parqueó frente al Cementerio Central de Sincelejo en medio de una multitud de curiosos atraídos por las noticias de radio y televisión que horas antes informaban sobre la muerte de Gonzalo Rodríguez Gacha, “el Mexicano”, uno de los hombres más temibles del cartel del narcotráfico en Colombia.
Héctor Contreras Pérez, el sepulturero, había terminado, minutos antes, de cavar con pico y pala una fosa ancha y larga, y se marchó a cenar a casa, al sur de la ciudad. Cuando introducía una cuchara de palo en el montículo de arroz cocido sobre un plato de peltre corroído en sus bordes por el paso del tiempo, una mujer enfundada en un vestido negro, con alhajas hasta en sus tobillos y rodeada por hombres armados, preguntó desde la calle: —¿Usted es el señor Héctor Contreras, el sepulturero? Héctor titubeó para asegurar que era él, y finalmente, se decidió a decir: —Sí, señora, a la orden. —Quiero que me acompañe al cementerio para que sepulte a mi hijo Freddy y a mi esposo, dijo la mujer de negro en tono dictatorial, y -agregó: —Yo le pago lo que pida. El sepulturero, sin más preámbulos, subió a un lujoso auto de la época (1989), y escoltado, llegó al camposanto.
Eran las 9 de la noche del 15 de diciembre de 1989, a esa hora todas las agencias de noticias en el mundo informaban sobre la muerte de alias “el Mexicano”, su hijo y cinco de sus escoltas, en una acción militar casi cinematográfica ocurrida en las goteras del puerto turístico de Tolú, Sucre. Los medios de comunicación reiteraban la abultada lista de criminalidad del capo del narcotráfico y cofundador del Cartel de Medellín.
El cementerio estaba atestado de gente en todos sus puntos cardinales, y era casi imposible penetrar. La policía aprehendió a los primeros veinte hombres que encontró en la muchedumbre de curiosos y los obligó bajar los cadáveres del camión amarillo. Los ataúdes de Rodríguez Gacha y su hijo se distinguían de los demás por algunas suntuosidades “tenían a su alrededor unas aldabas que brillaban como oro y representaban figuras de animales salvajes, y la madera tallada en alto relieve; los demás eran de color ébano y tablas lisas”, recuerda Héctor, el sepulturero.
Los siete féretros fueron llevados a la fosa en hombros por los curiosos que seguían las órdenes de la Policía y de los administradores del cementerio. A su lado iban el sepulturero, Gladys Álvarez Pimentel; la viuda de Gonzalo Rodríguez, su padre y varios escoltas que siempre dejaban ver en sus pretinas las cachas de sus armas. El cortejo ingresó por la capilla, atravesó el camposanto por entre una ciudad de tumbas, algunas relucientes como las de los malos insolentes: bonitas por fuera, pero por dentro cubiertas de iniquidad.
Los siete cadáveres fueron colocados en la fosa a un metro de profundidad, el féretro de Rodríguez Gacha fue el último en descender al sepulcro. Gladys, su esposa, no lloró, su mirada estaba fija sobre el ataúd de su hijo Freddy, sus mejillas enrojecidas por el dolor y el calor de Sincelejo parecía que estallarían. El padre de Gacha dejó escapar un par de lágrimas cuando abrió la ventanilla de vidrio del ataúd de su hijo antes que Héctor, el sepulturero, dejara rodar la pesada caja de alias “el Mexicano” por el borde de la fosa y, cuando agarró la garlancha con mango de madera de roble para tapar, la viuda levantó su mano derecha llena de prendas para indicarle que no lo hiciera: —Déjala descubierta porque mañana hay que desenterrar. Héctor acató la orden. Sin embargo, no quería dejar los féretros al aire libre, se retiró de la escena y fue a la orilla del cementerio para cortar ramas de matarratón y hojas de plátano para cubrir los cadáveres del rocío de la noche. Los curiosos le gritaron —¡Sapo! Familiares, escoltas y los veinte hombres que llevaron en hombros los muertos, se retiraron. El sepulturero amaneció al lado de la fosa abierta. —No le tenía miedo a Gacha, ya estaba muerto, toda su maldad y fama quedaron bajo las hojas que le coloqué. En un momento abrí la ventanilla de su ataúd, lo miré fijamente y sentí lastima.
Héctor Contreras Pérez tiene 74 años. Hoy, hombre de magra contextura física que se dedica al reciclaje. Se convirtió en sepulturero tras firmar con las Empresas Públicas Municipales de Sincelejo un contrato laboral por 32 mil 560 pesos mensuales. Minutos después de firmar, su jefe inmediato, Juan Acosta, lo puso a escoger entre asear el mercado público, el matadero o enterrar muertos en el cementerio. Se decidió por el último oficio. «Escogí el cementerio porque aquí los muertos llegan en sus cajas y no los veo morir. En el mercado robaban mucho, y en el matadero no soportaba ver sacrificar el ganado», explicó.
Al día siguiente, el número de fisgones en los alrededores del cementerio aumentó al cien por cien al igual que los efectivos del Ejército y la Policía. Aparecieron las ventas ambulantes de agua, cigarrillos, bolis, un enjambre de periodistas, pues era la noticia mundial, y la oportunidad para que a Sincelejo lo mencionaran en la prensa nacional e internacional (antes lo hacían por la falta de agua, las inundaciones en la Mojana, la caída de las corralejas (1980) y por actos de corrupción). También llegaron al cementerio escoltas, médicos de Medicina Legal, autoridades civiles y desprevenidos ciudadanos. La asistencia de público alrededor del camposanto, solo era comparada con las fiestas en corralejas de Sincelejo. El sepulturero Héctor continuaba la custodia de la fosa con los siete féretros, sentado sobre una tumba vecina. Gladys, la viuda, apareció en medio de la multitud e ingresó rauda al cementerio seguida de su suegro y de al menos seis escoltas. Otro grupo que cargaba bolsas plásticas con ruedas adheridas en la parte inferior, también ingresó en busca de la fosa. Cuando la canícula empezaba a calar hasta los huesos, y la viuda parecía derretirse con todo y prendas entre su ropaje negro, el sepulturero inició su labor de desentierro con la ayuda de otros, e introdujo los cuerpos de Gacha y el de su hijo Freddy en las bolsas con rueditas para que fueran llevados a los vehículos que los trasladarían al aeropuerto rumbo a Pacho, Cundinamarca.
Antes de su partida, la viuda abrió su cartera y de ella sacó 350 mil pesos para entregárselos a Héctor, quien al recibir el ultimo billete, expresó: —Nosotros no cobramos por la enterrada, pero sí por el desentierro. La viuda le extendió la mano adornada de alhajas, le agradeció por su trabajo, al tiempo que le anunciaba que le dejaba como regalo el ataúd de su esposo y el de su hijo. —Cuando vaya a Pacho, Cundinamarca, me puede visitar con confianza. Adiós.
Días más tarde, Héctor Contreras vendió el suntuoso ataúd de Gacha a la familia de Julio, el “Bola de Humo”, un conductor de bus que murió en el barrio Libertad y quien no tenía seguros funerarios. El valor del ataúd fue tasado en 15 mil pesos que consiguieron sus familiares después de una colecta que se prolongó por más de 10 horas. Mientras Gacha fue enterrado dos veces, “Bola de Humo» tuvo un entierro de pobre con ataúd de rico.
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