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Palabra del día
Martes de la XVII semana del Tiempo Ordinario. Año II
San Ignacio de Loyola, presbítero. Memoria obligatoria
Color blanco
Primera lectura
Mis ojos se deshacen en lágrimas, día y noche no cesan: por la terrible desgracia de la Doncella de mi pueblo, una herida de fuertes dolores. Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre; tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país. «¿Por qué has rechazado del todo a Judá? ¿Tiene asco tu garganta de Sión? ¿Por qué nos has herido sin remedio? Se espera la paz, y no hay bienestar, al tiempo de la cura sucede la turbación. Señor, reconocemos nuestra impiedad, la culpa de nuestros padres, porque pecamos contra ti. No nos rechaces, por tu nombre, no desprestigies tu trono glorioso; recuerda y no rompas tu alianza con nosotros. ¿Existe entre los ídolos de los gentiles quien dé la lluvia? ¿Soltarán los cielos aguas torrenciales? ¿No eres, Señor Dios nuestro, nuestra esperanza, porque tú lo hiciste todo?»
Palabra de Dios
Salmo
R/. Líbranos, Señor, por el honor de tu nombre
No recuerdes contra nosotros
las culpas de nuestros padres;
que tu compasión nos alcance pronto,
pues estamos agotados. R/.
Socórrenos, Dios salvador nuestro,
por el honor de tu nombre;
líbranos y perdona nuestros pecados,
a causa de tu nombre. R/.
Llegue a tu presencia el gemido del cautivo:
con tu brazo poderoso salva a los condenados a muerte.
Mientras, nosotros, pueblo tuyo, ovejas de tu rebaño,
te daremos gracias siempre,
contaremos tus alabanzas de generación en generación. R/.
Evangelio de hoy
En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se acercaron a decirle: «Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema: así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga.»
Palabra del Señor
Reflexión de la Palabra
Martes de la XVII semana del Tiempo Ordinario. Año II.
Tras la acción profética del cinturón, el profeta le comunicó al pueblo un último plazo antes de la catástrofe, haciéndole una invitación a la enmienda. El pueblo, a los ojos de Dios, está como un borracho que no se da cuenta de su situación, y por eso no reconoce que Dios tiene la razón (no reconoce su pecado) y que la desgracia es inminente, el destierro –que era la práctica común para dividir los pueblos conquistados y someterlos efectivamente– se ve venir. El pecado que el pueblo a cometido una y otra vez se le ha convertido en una piel inmutable, y sus consecuencias saltan a la vista. Ese es el «castigo» al pueblo que confió en la mentira de la idolatría y se resiste a purificarse, es decir, a enmendar sus injusticias (cf. Jr 13,12-27, omitido).
Jr 14,17-22.
Sobrevino una sequía que puso al descubierto la insolidaridad de los judíos, los cuales buscaron al Señor cuando vieron que las calamidades naturales los azotaban más duramente porque habían dejado a un lado la alianza yendo de un lado para otro tras los ídolos (14,10; cf. Is 57,9-10). Tal era su culpa, que no valía la intercesión del profeta ni las prácticas penitenciales del pueblo, pues todavía el pueblo daba crédito a los falsos profetas. Entonces el Señor manda un mensaje.
Jeremías mismo se convierte en mensajero y mensaje, porque en su lamento resuena el lamento del Señor. Deplora primero las desgracias que se abaten sobre «la virgen de mi pueblo», expresión que viene tanto de Jeremías como del Señor, aunque es claro que es el Señor quien lamenta esas desgracias. El profeta, mostrando de un sufrimiento visible para sus compatriotas, encarna el de Dios, que se «aflige» con lo que daña a su pueblo; el Señor no es un Dios impasible, sino paciente.
La «espada» (guerra) y el hambre, su consecuencia, son ya una realidad, y entre tanto, el profeta y el sacerdote vagan por el país sin comprender, porque dieron fe a las expectativas que crearon los falsos profetas («Ni espada ni hambre llegarán a este país»: Jr 13,15). Esta «visión» de Jeremías lo mueve a una vehemente súplica al Señor, como si las lágrimas no bastaran y fuera insuficiente su dolor, y –a pesar de que se le dijo que no intercediera por el pueblo (cf. Jr 14,11)– él recurre a la súplica: le pregunta al Señor por la razón de su rechazo y su repulsa, y –sobre todo– si esa reprobación tiene carácter definitivo, esperando quizá que esta última pregunta sea respondida negativamente, que el Señor le diga que no rechaza a su pueblo para siempre, que las calamidades que parecen no tener fin algún día cesarán.
Y hace, en nombre de todos, el reconocimiento de culpa como una traición hereditaria que pasó de padres a hijos (cf. Sl 106,6). Al no tener alegato alguno a favor del pueblo, el profeta alega el honor del nombre del Señor (cf. Jr 14,7), que implica su fama ante los paganos (cf. Jr 13,11), y el prestigio de su «trono de gloria» (el templo: cf. Jr 17,12) para pedirle que no rompa la alianza con el pueblo. Además, reconoce que los ídolos paganos no dan la lluvia (no bendicen, es decir, no dan vida), ni la naturaleza les obedece. En definitiva, el Señor es el único Dios con el que el pueblo cuenta y en quien puede esperar.
Darles crédito a los falsos profetas es un doble pecado: por un lado, se menosprecia a los profetas del Señor; por el otro, se provoca la ruina del pueblo. Menospreciar a los profetas del Señor es no reconocer su voz, como si el mensaje del Señor fuera extraño al pueblo. Esto responsabiliza a los sacerdotes, a los sabios, y a los jefes de familia. Equiparar el profeta con el falso profeta era un insulto al Señor, a quien así ponían en el mismo plano de los ídolos. El falso profeta aparta el corazón del designio del Señor y conduce el pueblo a romper la alianza y a labrar su ruina.
Jesús previno contra los falsos profetas, que se disfrazan de discípulos, que aparentan devoción y alegan profecía, expulsión de demonios y hechos prodigiosos, pero practican la iniquidad (cf. Mt 7,15-23). La comunión con Jesús se verifica, ante todo, en la fidelidad al designio del Padre.
Feliz martes.
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