Martes de la XVII semana del Tiempo Ordinario. Año I.
El capítulo 33 comienza con una orden y una confusa y severa admonición: abandonar el monte en donde él pactó alianza con ellos, pero sin contar con su presencia en medio del pueblo, dada la testarudez que este ha manifestado. El pueblo, en señal de duelo, primero dejó de ponerse sus joyas, y después se desprendió de ellas Así partió del Monte Horeb (vv. 1-6, omitidos).
Moisés buscó una solución a esta situación, y ese el objetivo del relato a continuación. Pero esta solución marcará también la diferencia entre la relación del Señor con Moisés y la que sostendrá con el resto del pueblo. No obstante, Moisés continúa siendo mediador entre el Señor e Israel, e intercediendo ante el Señor a favor del pueblo.
Exo 33,7-11; 34,5b-9.28.
El texto consta de dos relatos: el primero se refiere a la tienda del encuentro, y el segundo a la manifestación de la gloria del Señor a Moisés.
1. La tienda del encuentro.
El Señor manifestó su propósito de no acompañar al pueblo para protegerlo de sí mismo. Dada la testarudez del pueblo, que contrasta con la santidad del Señor, su presencia en medio de dicho pueblo sería un continuo juicio de reprobación contra él, lo cual significaría tanto como aniquilar el pueblo, es decir, borrarlo del registro de los vivos. Pero Moisés insistía en que la presencia del Señor era necesaria, y buscó una solución para esa situación.
Como signo del acompañamiento del Señor, «Moisés levantó la tienda de Dios»; pero, dado que el Señor se rehusaba a ir en medio del pueblo, porque su testarudez llevaba al pueblo a faltarle el debido respeto al Señor, Moisés «la plantó fuera, a distancia del campamento». Esta tienda es precursora del futuro templo, y recibe el nombre de «tienda del encuentro». Cualquiera podía ir a consultar al Señor, pero para hacerlo debía salir del campamento. Cuando Moisés lo hacía, los israelitas mostraban profundo respeto y guardaban la debida distancia, dado que este encuentro era diferente: «la columna de nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda» mientras tanto, y el Señor y Moisés hablaban «cara a cara, como un hombre con un amigo». Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés, permanecía dentro de la tienda.
Esta tienda no coincide con la descripción que anteriormente se dio del «tabernáculo» ni con su función (cf. Exo 25–26). En efecto, debía de ser sencilla y pequeña (la levantó Moisés solo), no era para funciones litúrgicas comunitarias, sino para Moisés consultar al Señor (cf. Num 10,4-8). La noticia de que «el Señor hablaba con Moisés cara a cara» contrasta con la creencia de que ver cara a cara al Señor implicaba morir (cf. Exo 32,20), y pretende ponderar la calidad de la relación entre el Señor y Moisés, así como mostrar que la revelación hecha a él era del todo singular.
Como contenido explícito de la conversación, aparece enseguida la súplica de Moisés para que el Señor lo acompañe a él y al pueblo, como manifestación de su favor, y como distintivo ante todos los pueblos de la tierra. El Señor accede (vv. 12-17, omitidos). Moisés hace otra petición: que el Señor le muestre su gloria. El Señor también accede, pero parcialmente: Moisés quisiera ver el «rostro» de Dios, pero solo verá su espalda, porque se trata de seguirlo (vv. 18-23, omitido).
2. La gloria del Señor.
Antes de revelarle su gloria, el Señor renueva la alianza: Moisés deberá labrar dos losas como las primeras, y el Señor escribirá en ellas las mismas palabras (דְבָרים) que estaban en las primeras. Y nadie más deberá ser testigo de esto. Esta exclusión de testigos afecta ante todo a Aarón, quien había sido cómplice de la primera ruptura de la alianza, pero su generalización da a entender la culpa de todo el pueblo, culpa que alcanza incluso a sus semovientes, como si diera a entender que todo lo que se relacionara con ellos había quedado afectado por el gravísimo delito cometido. Moisés, por su parte, procuró que todo fuera como la primera vez, incluso en los más mínimos detalles. Esto implica el propósito de renovar la alianza (34,1-5a, omitido).
El Señor salió al encuentro de Moisés («bajó de la nube y se quedó con él allí»), lo que sugiere el trato prolongado e íntimo, trato expresado por el hecho de que «pronunció el nombre del Señor». En la frase hebrea no se explicita el sujeto del verbo «pronunciar». Podría ser el Señor mismo, o podría ser Moisés. La ambigüedad, tal vez pretendida, puede interpretarse en el sentido de que el Señor se reveló y que Moisés se apropió de dicha revelación. En el versículo siguiente aparece explícitamente que el Señor proclama sus atributos.
Moisés invocó al Señor y el Señor pasó proclamando su nombre y sus atributos divinos: «Dios compasivo (רֵחוּם) y clemente (חַנּוּן), paciente (אֶרֶךְ אַפַּיִם), misericordioso (רֵב חֶסֶד) y fiel (רֵב אֱמֶת)» (cf. Sl 86,15; 145,8). En definitiva, el Dios que necesita ese pueblo testarudo. Él es el Señor por ser bondadoso y estar siempre dispuesto al perdón, aunque no es cómplice de la injusticia, y por eso «castiga» la culpa hasta la cuarta generación. Esto equivale a decir que el Señor perdona, pero no es cómplice del mal, por eso no evita las consecuencias de la injusticia a quienes la cometen y a quienes la padecen. Moisés se solidarizó una vez más con ese pueblo testarudo, y le pidió al Señor que fuera con el pueblo, que lo perdonara y que lo tomara como el pueblo de su heredad.
La estancia de Moisés en presencia del Señor se prolonga cuarenta días con sus noches –período de tiempo en el que se mantiene una situación determinada–, equivalentes a la duración (en años) de una generación, y muy en particular a la duración del éxodo. Moisés se mantiene fiel al Señor (cf. Ex 24,18), aunque el pueblo sea testarudo (cf. Ex 32,1).
Esa drástica afirmación de la santidad del Señor, según la cual él no puede andar en medio de un pueblo obstinado en el mal porque se vería obligado a aniquilarlo, es un recurso del narrador que quiere que el pueblo tome conciencia de que no puede pensar ni decir que tiene al Señor como Dios si, al mismo tiempo, camina en la injusticia. El hecho de que el Señor se revele como «Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel» muestra que esa amenaza es eso, el recurso literario del autor para mostrar la incompatibilidad de ese Dios con cualquier conducta contraria a su ser.
Con mayor razón, los discípulos de Jesús, después de conocer al Padre por experiencia del don del Espíritu, no pueden permitirse ni cohonestar conductas contrarias a ese amor. El evangelista señala que no basta con llamar a Jesús «Señor, Señor» (Mt 7,22; Lc 6,46; cf. Exo 34,6) si falta el compromiso por realizar el designio del Padre, o sea, poner en práctica el mensaje del Señor. Un pueblo santo se compromete.
La celebración de la eucaristía resulta igualmente incompatible con toda forma de mezquindad e injusticia, por lo que, para comulgar con el Señor, es preciso «salir del campamento», es decir, sustraerse al «mundo» injusto para entrar en comunicación con el Padre a través de Jesús.
Feliz martes.
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