Lectura del santo evangelio según san Juan (15,12-17):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Este es mí mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.
De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros».
Palabra del Señor
La misión se realiza en proporción a la libre docilidad del cristiano al Espíritu Santo. Un aspecto muy importante en esta docilidad al Espíritu Santo es la fidelidad al mensaje de Jesús, que en las comunidades se perpetúa sobre todo por la actividad de los profetas.
Sin el amor que brota del Espíritu Santo, la comunidad cristiana sería imposible, y la misión un sueño irrealizable. Por esto, el Espíritu es el «alma» de la Iglesia y de la misión. Él crea y renueva las condiciones para que la obra de Jesús se prolongue tanto en el tiempo como en el espacio.
1. Primera lectura (Hch 15,22-31).
Hay una primera manifestación de unanimidad: los apóstoles, los responsables («presbíteros») y la asamblea deciden nombrar a dos de entre ellos: a Judas Barsabá y a Silas. «Barsabá» es apodo, y puede significar «hijo del anciano (presbítero)» o «hijo del sábado»; pero el códice Beza lo llama «Barrabás», que significa «hijo del Padre». «Silas» es apócope de «Silvanus», nombre latino usado para designar al dios de las selvas. Son comisionados para viajar a Antioquía, con Pablo y Bernabé –nuevamente Pablo a la cabeza, indicio de sesgo judaizante–, a llevar una carta con el acuerdo logrado entre los «apóstoles», con Pedro a la cabeza, y los «presbíteros», dirigidos por Santiago.
La carta se dirige solo a los paganos convertidos a la fe, en la provincia que el sumo sacerdote reclamaba como su jurisdicción –de la que Santiago se siente heredero– y desautoriza a los que han ido a perturbar las comunidades de origen pagano, acredita como legados a Judas y a Silas, y apoya dicha delegación con el respaldo de los «queridos» Bernabé y Pablo. El códice alejandrino escribe «nuestros queridos…»; el códice Beza, «sus queridos…».
Ahora no se habla de «unanimidad», indicio de que lo que sigue es una fórmula de compromiso. De todos modos, hay tres garantías:
• La carta escrita,
• La delegación formal, y
• El respaldo de los apóstoles.
La carta comienza con una excusa, y desautoriza a los perturbadores. El contenido de la decisión («…hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros») es como un ajuste logrado entre los apóstoles –guiados por el Espíritu Santo– y los presbíteros –dirigidos por Santiago– que convienen esto:
• «No imponer más cargas» (opinión de Pedro, guiado por el Espíritu Santo),
• «…que las indispensables» (opinión de Santiago y de los «presbíteros»). Renunciaron a exigir la circuncisión y la observancia de la Ley, pero exigieron que se reconozca la superioridad de Israel.
Es evidente que la imposición de esas «cargas» de la Ley –por mínimas que fueran– contradicen la libertad que da el Espíritu Santo y reducen a los paganos al estatus de extranjeros por fuera de Judea (en realidad lo eran), pero subordinados a los judíos, desigualdad no querida por Jesús.
Se abre paso el judeo-cristianismo. Al final de la carta, el códice alejandrino dice: «Harán bien en guardarse de todo eso. ¡Salud!», en tanto que el códice Beza dice: «Guarden con cuidado todo eso, y déjense llevar por el Espíritu». En esta última versión se expresa más libertad.
2. Evangelio (Jn 15,12-17).
El amor, que es la esencia de la relación de Jesús con los suyos, se convierte en el fundamento de la misión. Si faltara la comunidad de amor mutuo, la misión no sería viable, pues no habría alternativa al mundo injusto. Se trata de amor entre «amigos» (iguales), y con la disposición de dar el máximo («amor más grande»), que es la medida de Jesús («igual que yo los he amado»).
Él es el centro del grupo, pero está en el mismo como «amigo», lo cual entraña:
• Igualdad: los eleva a su nivel. Al lavarles los pies, les reconoce la condición de «señores», sin dejar de ser él «el Señor». Él es libre y los hace igualmente libres.
• Confianza: todo es común. Sin dejar de ser «el Maestro», al comunicarles lo que le oyó al Padre los faculta para comunicarlo ellos también. Ellos serán servidores como él.
• Libertad: cada uno decide. Ser amigo de Jesús no es una imposición, porque el amor no lo es. Si aceptan su propuesta, serán libres apara amar como lo es él.
• Compromiso: hay una tarea común. Ellos no lo buscaron a él para que él les asignara una tarea, sino que él los eligió para que compartieran con él su misión.
Por eso, el amor («lo que yo les mando») no es optativo, es condición ineludible; la confianza, total; la elección, gratuita; la tarea, empeño personal y compartido.
Con Jesús no se trabaja como obrero asalariado, sino como obrero propietario y personalmente interesado en el éxito de la misión. La tarea consiste en:
• ponerse en camino: se trata del éxodo personal y comunitario fuera del mundo y hacia la tierra prometida, que es la comunidad;
• producir fruto: fundar comunidades de amor fraterno, de gente digna, libre y feliz, que con su amor le dé gloria o culto al Padre; y
• fruto duradero: comunidades felices, que satisfacen los anhelos de vida de sus miembros, y van proponiendo en el mundo la alternativa de Jesús.
Al profundizar la metáfora del fruto de la vid, advertimos que se trata de:
• racimos: metáfora de una comunidad de vida (no frutos aislados),
• uvas dulces: metáfora de felicidad (no uvas agrias o amargas: cf. Is 5,2),
• productoras de vino: símbolo del amor nupcial (Ct 1,2; 4,10: amor de la alianza).
En la eucaristía presentamos el vino que nos dio Dios, «fruto de la vid y del trabajo del hombre», que será el signo sacramental de la sangre (Espíritu) del Señor, derramada para el perdón de los pecados de todos. Esa sangre circula a través de nosotros y no debe detenerse en nosotros, ya que está destinada a todos.
Ordinariamente se escucha que «la sangre de Cristo tiene poder», y esto hay que entenderlo en la perspectiva del Nuevo Testamento. En él, el término «poder» (κράτος) nunca se predica del Jesús histórico (evangelios), pero sí del Señor resucitado. Sin embargo, en este caso, se refiere a su capacidad de dar vida, de anular la muerte, no a una supuesta licencia para imponerse sobre los demás. La «sangre» de Cristo es el Espíritu Santo, que no domina, pero que sí infunde la vida indestructible del Señor resucitado, vida a la cual nos abrimos de corazón con el «amén» con el que celebramos y comemos el pan de la eucaristía.
Feliz viernes.
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